Las mujeres nos caracterizamos física y principalmente por
nuestro distinguido aparato reproductor, el pecho, el vello, el pelo en la
cabeza que no hace como las hojas de otoño a partir de los 25, y por tener una
parte del cuerpo permanentemente congelada.
No funcionan los calcetines de algodón, las colchas o las
mantas de sofá. Dan igual las estrategias para calentar los pies, porque sólo
una es efectiva aunque sea la acción más vil y egoísta que existe.
Cuando inicias una relación, es la letra pequeña del
contrato, un punto no estipulado pero al que inevitablemente tu hombre está
obligado a servir.
La primera vez es sutil, os tumbáis juntos y tú con esos
témpanos por pies, buscas un hueco entre sus piernas, contra sus muslos (cuadriceps,
como quieren que los llamemos), o le echas imaginación, este acto permite
innovar más que el Kamasutra.
Él pasa por todas las fases, de la negación a la rabia, con
grito desgañitado ante el primer contacto, pero acaba en la aceptación porque
como va a negarte a ti, la mujer de su vida, el calor para evitar que se te
caigan los dedos.
Ha cometido un error porque él te da la mano y tú le coges
el brazo, como los monstruos de ciencia ficción conviertes en un hábito robarle
la energía vital. Le pides, es más, le exiges que te deje meter los pies
congelados entre sus piernas y al final lo extiendes a otros miembros como las
manos o la nariz también propensos a visitar el ártico.
El arte de la pinza está muy arraigado en la sociedad y
procede de nuestro instinto femenino. Pensad que quizás se merecen una cenita
por tantas veces que de manera altruista dejan que los utilicemos como objeto,
ni siquiera sexual (para eso no oponen resistencia).

